No sé si es el post adecuado o si la hora es intempestiva, pero este es un asunto tan ridículo que no se lo he contado ni a mi madre. Bueno, esto es una broma, jamás se lo contaría a mi madre. Vayamos al grano. Una noche de mediados de los noventa, conduje mi carro hacia el Puerto de Valencia. No había gran cosa, pero una llamó mi atención por su par de... ojos que iluminaban la noche triste. La paré y subió al coche. Debió notar que estaba cocido (en aquellos tiempos no era nada extraño). Me la chupó un rato, un breve rato. Vaya, creo que veinte segundos y luego me dijo: no será mejor que vayamos a un hostal. Yo le dije que sí (era muy novato entonces) pero ella me pidió el dinero por adelantado para agilizar los trámites. Le solté diez mil calas (que en aquel tiempo no era poca cosa). No sé si agilizó los trámites en el hostal pero a mí sí que me gilipollizó. Todavía estoy esperando para echar el polvo. Juré que no volvería a caer pero la carne es débil.
También es verdad que, con el tiempo, de estas cosas te ríes. Esperar diez minutos en una gélida madrugada de invierno, a ver si una fulana callejera que, probablemente, sea drogadicta, venga a decirte que la habitación ya está lista y las sábanas son de seda...
Nunca fui el más listo de la clase.